Hacía una tarde calurosa, agradable de respirar por la frescura del aire.
Aunque no le disgustaba caminar, no se imaginaba llegar desde el lugar dónde estaba hasta su destino con sus pies doloridos. Así que se sentó a esperar en la parada del autobús. No desesperaría mucho porque a esa hora del día tenía el servicio de transportes a cada chasquido. Sentado a solas en el banco, entre más gente con el mismo propósito finito, sentía la necesidad imperante de coger entre sus manos aquél libro rojo que reposaba en su mochila. No se atrevía a sacarlo por no tener que meterlo inmediatamente para subir al autobús. Porque no tenía el tiempo suficiente para sumergirse en la historia de nuevo.
Por fin llegó. Se acercó a la puerta, dejó paso a casi todos los nuevos pasajeros, y se adentró hasta el final, a duras penas por la pronta marcha del vehículo. Por fin alcanzó su asiento. Se sentó a sus anchas, sin nadie a lado y lado. Tardó medio segundo en situar su cuerpo, ya que esta vez no había podido ponerse como a él le gustaba, a espaldas del trayecto. Sin pensar en nada más, colocó en el suelo, entre sus piernas, la mochila y sacó con calma el libro que tanto le había estado esperando ya. Entonces el mundo real desapareció, se encontraba en el escenario de una historia ajena. Sus oídos se entaponaron para escuchar únicamente aquello que ocurría allí dentro. Sus ojos ya no estaban en aquél autobús, ni siquiera en las letras, estaba presenciando una carrera a contrarreloj por salvar la vida a su amada. Estaba empapándose bajo la lluvia, casi sin aliento, con adrenalina en el lugar de toda la sangre de su cuerpo.
De pronto, un hombro ajeno lo devolvió a su asiento de bús. Le había obligado a inclinarse considerablemente hacia la derecha. Levantó la mirada y se encontró con una multitud de pasajeros hacinados y casi molestos ocupando todo el interior. El hombro era un compañero de viaje, que a juzgar por su aspecto, no era tan corpulento como le mostraba con su gesto invasor. Sin darle la mayor importancia, todavía con el libro abierto por su página, se deslizó discretamente hacia la derecha. Posó las llemas de su mano derecha sobre las líneas en pausa, y sintiendo el papel y la tinta, se acopló a la historia.
La carrera no terminaba, cuando el hombro volvió a hacerse notar allá afuera. No pudo evitar girar la mirada para advertir aquella provocación. Como no se conocían, volvió a su mundo...
-Vú vené dú?- Dijo el señor del hombro de plomo
-¿Qué?- respondió el joven
-Vú zét fgansé, noo?-insistió el extraño.
Completamente perdido, debido a la incomprensión, el joven respondió:
-No hablo valenciano, lo siento.
Entonces, con un acento un tanto extraño, el señor le dijo:
-Pero hablas francés,-señalando al libro- ¿eso qué es?
-¡Ah! Pues no sabía que era francés...
Extrañado, le dijo:
-¿Y comprendes lo que lees?
-¡Claro que sí! -respondió el joven. Esbozó una sonrisa de amabilidad y siguió leyendo.
Sólo quería leer, y a decir verdad, nunca se había entretenido en aprender a hablar un idioma para poder leer todo lo que le apeteciese. Cuando se trataba de un nuevo sistema de signos, tardaba en adentrarse en la historia, pero siempre lo conseguía. Y con cada libro vivía hasta el final una historia cada vez diferente e inesperada.
Debido a la costumbre, quizás, levantó la cabeza en el momento justo en el que había llegado a su destino. Sabía que el viaje continuaba, pero aquél, como cada día, era el lugar donde se suspendía su aventura. Hasta el próximo bús.